¿Qué son los principios?
Tomás de Aquino definió como principio “todo aquello de lo cual algo procede de cualquier manera” (Summa Theologica). Aristóteles consideró el estudio de las verdades primeras (a las que llamó “axiomas”) como parte de la filosofía primera o metafísica por tener la misma universalidad que el ser. Pero ¿qué son exactamente los principios?
Desde el punto de vista lógico, los principios son los reguladores del conocimiento y de la actividad de la razón en general. Si todo enunciado debe justificarse en un razonamiento partiendo de unas premisas, son necesarias unas premisas que no requieran una justificación ulterior, o de lo contrario tendríamos una regresión al infinito y el conocimiento no podría fundamentarse. Estas premisas básicas serían los principios, que desde el punto de vista ontológico pueden considerarse las “leyes objetivas del ser”.
El término “principio” traduce el latín principium, que a su vez traduce el griego arché. “Principio” y “causa” no son lo mismo, si bien toda causa es principio con respecto de su efecto, pero la noción de causa implica una relación de dependencia del ser del efecto para con ella, mientras que no todo principio conlleva este requisito.
Las dos características fundamentales de un principio son su indemostrabilidad y su evidencia. Si, como hemos dicho, son los enunciados básicos a partir de los cuales el resto del conocimiento se construye, no pueden admitir ellos mismos una demostración. Por ello, se les considera también evidentes o inmediatamente comprensibles, es decir, cognoscibles sin mediación. Se ha discutido si los principios son innatos a la mente humana o bien adquiridos, pero en cualquier caso podemos decir que los principios son naturales a la inteligencia humana por cuanto cualquier acto de la mente humana presupone y requiere estos principios.
Si bien Aristóteles fue el primero en introducir de forma sistemática la cuestión de los principios en el seno de la metafísica, no desarrolló un catálogo exhaustivo de principios. Un primer catálogo se lo debemos a Euclides (en sus Elementos) y en época contemporánea podemos mencionar los Fundamentos de geometría (1899) de Hilbert, si bien los catálogos elaborados en esta época se han ceñido al ámbito de las matemáticas. No obstante, Aristóteles sí enunció el que para él era el primer principio, el principio de no contradicción, que fue considerado el principio más fundamental hasta que Leibniz adjuntó el principio de razón suficiente. Para Leibniz, el principio de no contradicción –que enunció así: “De dos proposiciones contradictorias, la una tiene que ser verdadera y la otra tiene que ser falsa”– aplicaba a las verdades de razón, mientras que para las verdades de hecho regía el principio de razón suficiente –que podemos enunciar ahora como: nada ocurre sin que haya una razón para que sea así y no de otro modo–.
En el presente texto, vamos a considerar siete principios destacados por su relevancia lógica e histórica en el desarrollo de la metafísica, si bien no ocupan todos el mismo rango o no son igual de fundamentales. Hemos mencionado ya el principio de no contradicción, y a él vamos a vincular el principio de identidad y el principio de tercero excluido, y hemos mencionado también el principio de razón suficiente, a partir del cual consideraremos el principio de causalidad, el principio de finalidad y el principio de benevolencia. En la exposición, nos centraremos en valorar sus implicaciones ontológicas, si bien para buen número de los filósofos que han contribuido a su exposición su valor ontológico y su valor lógico eran coincidentes.
Principio de no contradicción
El principio de no contradicción fue explícitamente enunciado por primera vez por Aristóteles, quien lo formuló de las siguientes dos maneras: “Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”, “Una cosa no puede tener y no tener un atributo en un mismo sentido al mismo tiempo”. Desde el punto de vista lógico, se traduce en que dos enunciados contradictorios no pueden ser a la vez verdaderos, de modo que uno será verdadero y otro será falso.
Este se ha considerado el principio fundamental a lo largo de la mayor parte de la historia del pensamiento occidental. El único dato primario en que se basa es el ser y expresa el hecho básico de que las cosas no pueden ser contradictorias, de modo que constituye el juicio primero. Esto lo convierte en indemostrable, si bien puede demostrarse indirectamente por absurdo: suponiendo su negación y llevándola hasta sus últimas consecuencias hasta llegar a la contradicción o el absurdo. Por ejemplo, diría Aristóteles que el propio hecho de negar este principio lo confirma, puesto que el acto de negar asume que las cosas son, efectivamente, o verdaderas o falsas. Así pues, todo conocimiento se basa sobre este principio, si bien el resto del conocimiento no se deduce del principio de no contradicción, sino que se produce de acuerdo con él. En efecto, este principio tiene un efecto regulador en el desarrollo del conocimiento, al constituir una exigencia de coherencia.
No obstante, ha habido varios intentos históricos de negar este principio, sobre la base de doctrinas del ser alternativas. Por ejemplo, entre aquellas doctrinas que han concebido al ser como devenir, y aquí destaca Heráclito (a quien ya Aristóteles atribuyó ser el primero en rechazar el principio de no contradicción) y, en época contemporánea, Hegel. Por otra parte, se pueden considerar negadoras de este principio a las doctrinas que han considerado el ser exclusivamente en cuanto ser para mí, y en este caso podríamos citar a Protágoras, quien célebremente afirmó que “El hombre es la medida de todas las cosas”.
En tanto principio universal, ha sido vinculado por la escolástica con el trascendental de la aliquidad (siendo el aliquid el carácter de “algo” u “otra cosa” que todo ente posee), que expresa la determinación o delimitación del ente y, por tanto, la delimitación entre el ser y la nada. Por otra parte, se puede considerar que de él deriva el principio de tercero excluso, también formulado por Aristóteles, según el cual no hay un término medio entre el ser y el no ser.
Principio de identidad
El principio de identidad puede formularse sintéticamente como “Todo ente es”. Si bien se lo ha atribuido históricamente a Parménides (quien afirmó que “El ser es y el no ser no es”), la primera formulación explícita se la debemos al escotista Antonio Andrés. No es valorado ontológicamente ni por Aristóteles ni por Tomás de Aquino –quienes más bien lo ponen en relación con el trascendental de la unidad (el ente es uno, indivisible, o de lo contrario contendría en sí mismo el no ser, lo cual es contradictorio)– y Francisco Suárez lo calificó de tautológico, por lo que su posición ha sido ampliamente discutida.
Sin embargo, ha tenido una reseñable relevancia a lo largo de la historia del pensamiento occidental. Por ejemplo, tiene un papel importante en Spinoza, para quien le sirve para formular a su Deus sive Natura como causa sui: el ser que es máximamente idéntico a sí mismo, debe ser su propia causa. Este planteamiento le valió la acusación de acosmismo por parte de Hegel, quien consideraba que si el ser total era considerado como plenamente idéntico a sí mismo, sin contener ninguna negación, entonces era un ser completamente indeterminado, un ser bruto y homogéneo, lo que haría imposible el cosmos como tal. Por el contrario, para Hegel la identidad era el resultado del proceso histórico de devenir del Espíritu que se producía, precisamente, mediante el movimiento dialéctico impulsado por la contradicción.
Por otra parte, Hume criticó la validez de la noción de identidad (junto con otros conceptos metafísicos tradicionales), en tanto esta no es empíricamente identificable o demostrable. En la conciliación trascendental de empirismo y racionalismo operada por Kant, la identidad pasa a ser un concepto puro a priori del entendimiento, y no una propiedad ya dada y poseída en sí por los entes. Más recientemente, algunos autores contemporáneos han contemplado la posibilidad de que el principio de identidad y el principio de no contradicción no sean más que dos formulaciones –una positiva y otra negativa– de un mismo principio, mientras que otros consideran que el principio de identidad es un derivado del de no contradicción: en tanto el ente es, no puede ser no ente. En cualquier caso, la ubicación del principio de identidad es una cuestión no resuelta.
Principio de razón suficiente
El principio de razón suficiente plantea que nada ocurre sin tener una razón determinante. Si bien se puede encontrar un antecedente de su formulación en Pedro Abelardo y en Giordano Bruno, el pleno significado metafísico de este principio se lo debemos a Leibniz, quien de hecho basó su propia metafísica en él. En su Monadología, lo formuló del siguiente modo: “Ningún hecho puede ser verdadero o existente, ningún enunciado puede ser verdadero, sin tener una causa o al menos una razón que lo determine a ser así y no de otro modo, aunque muchas veces no podamos conocer tal razón”. Por razón ha de entenderse aquí los requisitos o condiciones de una cosa.
En esta formulación podemos identificar un doble sentido del principio: lógico y ontológico. Desde el punto de vista lógico, el principio de razón suficiente representa una verdad eterna independiente de Dios sobre la cual se fundamentan todas las ciencias. Se expresa en el vínculo entre sujeto y predicado: los requisitos del predicado están ya contenidos los requisitos del sujeto. Desde el punto de vista ontológico, el principio suprime la brecha entre el ser y la nada (respondiendo a la pregunta leibniziana: ¿por qué el ser y no más bien la nada?), constituyendo el principio fundante de lo real. La noción de causa queda subsumida en la de razón, resultando ser un tipo de razón, externa a la cosa.
El principio de razón suficiente ha tenido, tras su formulación por Leibniz, una gran relevancia, y ha sido retomado tanto por autores que han privilegiado su significación lógica (como Couturat y Russell), como por quienes han destacado su valor ontológico-gnoseológico (como Wolff, Schopenhauer, Feuerbach, Cassirer y Heidegger).
Principio de causalidad
En virtud del principio de causalidad podemos decir que todo efecto tiene necesariamente una causa. Se han hecho múltiples formulaciones de este principio, de las que recogeremos cuatro:
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Todo lo que tiene un comienzo ha tenido una causa.
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Todo lo que es movido es movido por otro. Esta es la formulación aristotélica clásica, en la que se expresa la irreductibilidad del acto a la potencia (el paso de la potencia al acto no es espontáneo, sino que debe tener una causa). Sobre esta base llegaría a la “demostración” de la existencia de un primer motor inmóvil, con el que se evitaría una regresión al infinito.
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Todo ser contingente tiene una causa. Mediante esta formulación Tomás de Aquino fundamenta una de sus cinco vías demostrativas de la existencia de Dios.
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Todo lo que conviene a un ente y no forma parte de su esencia le viene dado por otro. Si la esencia de un ente es lo que lo hace ser él mismo –es decir, lo que lo caracteriza ante los demás entes–, y en tanto el ser es lo que todos los entes tienen en común, el ser no pertenece a la esencia del ente, por tanto debe provenirle de fuera.
Este principio no es un principio primero (de hecho, admite demostración y se llega a él inductivamente, mediante la experiencia), pero es tan relevante para la metafísica que su negación puede conllevar la negación de la metafísica –como es en el caso de Hume–.
Ya hemos visto que este principio tiene un valor ontológico relevante en Aristóteles. Lo tenía ya también en Platón, quien en el Filebo afirmó que todo lo que ha llegado a ser tiene necesariamente una causa, y para quien la causa de los entes sensibles eran las Ideas. Los escépticos (en particular Enesidemo y Sexto Empírico) serían los primeros en negar la validez objetiva de la noción de causalidad. En el neoplatonismo, Plotino atribuiría al Uno la causa tanto del ser como del devenir. En época medieval, Ockham rechazó la posibilidad de demostrar el principio según el cual todo movimiento tiene una causa externa, pues consideró que podían existir otros entes aparte de Dios capaces de darse a sí mismos el movimiento (como los ángeles) y que no había manera de afirmar concluyentemente que no se da una regresión al infinito en la cadena de causas. En época moderna, como ya se ha dicho, Hume realizó su célebre crítica contra el concepto de causalidad, desechándolo por no provenir de la experiencia y reduciéndolo a la asociación y al hábito. Por el contrario, Kant lo recuperó pero esta vez bajo la forma de concepto puro a priori del entendimiento, y no como una propiedad del universo en sí.
Ver también: El problema de la causalidad.
Principio de finalidad
Una forma de enunciar el principio de finalidad es: “Todo agente se mueve por un fin”. El término “fin” proviene del latín finis, que traduce el griego télos. Dado que la finalidad es uno de los cuatro tipos de causa contemplados clásicamente por Aristóteles, el principio de finalidad estaría subsumido en el de causa. El principio de finalidad está estrechamente vinculado a la noción de bondad, que hace que el fin ejerza causalidad.
El fin puede entenderse como la dirección a la que algo apunta, lo que no tiene por qué ser consciente (bajo la forma de propósito) para la cosa en cuestión. En efecto, ya en Aristóteles se da una doble consideración del fin, tanto desde el punto de vista metafísico (en la Física y en la Metafísica), donde es a lo que apunta la producción de algo, como desde el punto de vista ético (en la Ética a Nicómaco), donde es a lo que apunta la ejecución de algo, es decir, el propósito. Los escolásticos distinguieron aún más tipos de fin: finis operis y finis operantis, fin ciego y fin inteligente, fin natural y fin sobrenatural, fin trascendente y fin inmanente, fin primario y fin secundario, fin absoluto y fin relativo, y fin interno y fin externo.
Desde el punto de vista ontológico, el principio de finalidad explicaría el orden observado en el universo, lo que da lugar a la discusión sobre si la existencia de un hacedor inteligente, equivalente a Dios, que ha dispuesto dicho orden. El rechazo de este principio ha venido de la mano de quienes han dado prioridad a la causa eficiente sobre la causa final, postura denominada determinismo o mecanicismo. Dentro del mecanicismo podemos distinguir el mecanicismo geométrico –representado por Descartes y Spinoza–, puesto en discusión por Leibniz –quien sustituyó la cartesiana constante universal de la cantidad de movimiento por la “fuerza viva” de las mónadas– y el mecanicismo evolutivo –representado por Spencer y Darwin–. De otro modo, causa eficiente y finalidad pueden considerarse complementarios: mientras el fin atrae hacia sí a la causa eficiente, esta determina a existir al fin.
Principio de conveniencia
Por último tenemos el principio de conveniencia, según el cual “El bien es superior al mal” y/o “Es mejor el ser que el no ser”. Sobre este principio se basa la sindéresis “El bien se ha de hacer, el mal se ha de evitar”. Su valor metafísico radica en la idea de bien, entendido como aquello que todas las cosas apetecen y que es término de todas las tendencias. Por tanto, se puede considerar vinculado al principio de finalidad.