Numerosos filósofos a lo largo de la historia se han encomendado a la tarea de fundamentar la ética: ¿Cuál es el origen de la moralidad? ¿En qué consiste? ¿Cuál es el criterio último de enjuiciamiento moral? O, en otras palabras, ¿cuál es el bien supremo al que la ética hace referencia y sobre el que se funda? Respecto a esta problemática, la contribución de Kant (1724-1804) ha sido decisiva.
No es posible pensar nada en el mundo, ni siquiera fuera de él, que pudiera ser tenido como moralmente bueno sin restricción alguna excepto una buena voluntad. Entendimiento, ingenio, juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu, o valentía, decisión, perseverancia en el propósito, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en algunos aspectos moralmente buenos y deseables; pero pueden llegar a ser también extremadamente malos y dañinos si la voluntad, que debe hacer uso de esos dones de la naturaleza y cuya peculiar constitución se llama por tanto carácter, no es moralmente buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. Poder, riqueza, honor, incluso la salud, y todo ese encontrarse bien y estar contento con su situación que caen bajo el nombre de felicidad, dan valentía, y a través de ella muy a menudo arrogancia donde no existe una buena voluntad que no rectifique y haga adecuada universalmente a fines su influjo sobre el ánimo y con él también todo el principio de la acción; sin mencionar que incluso un espectador racional e imparcial nunca puede tener complacencia al contemplar que a un ser, que no ostenta ningún rasgo de una voluntad pura y buena, le va ininterrumpidamente bien, y por tanto la buena voluntad parece constituir la condición indispensable misma que nos hace ser dignos de ser felices.
- Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Primer capítulo; Ak. IV, 393.
En el fragmento que nos ocupa, Kant aborda el problema planteado por esta última pregunta y su tesis es que el bien supremo (“moralmente bueno sin restricción alguna”) es la buena voluntad.
La pregunta por el bien supremo o último acompaña a la filosofía moral desde sus orígenes y brota de una constatación y un proyecto: hay muchos sentidos en los que decimos que algo es “bueno”, generalmente relativos a unos u otros fines, por lo que al filósofo le interesa desvelar el sentido último, universal o incondicionado del “bien moral” al que los demás bienes (condicionados, particulares) remiten. Aristóteles habría identificado la eudaimonía (o felicidad) como bien supremo en tanto fin último del ser humano (y de ahí el calificativo de “ética teleológica” que ha recibido en época moderna). Kant, como podemos apreciar aquí, ofrece una respuesta significativamente diferente, que hemos de comprender en el contexto de su propio proyecto de fundamentación ética.
La propuesta de Kant se inscribe en el giro antropológico inaugurado por la filosofía moderna. Si en la escolástica –y entre sus herederos contemporáneos– el supremo bien era identificado con Dios, los más destacados pensadores de los siglos XVII y XVIII habían empezado a darle un lugar diferente. En una suerte de redescubrimiento del epicureísmo, filósofos como Hobbes (1588-1677) y Spinoza (1632-1677) darían respuestas materialistas y hedonistas a la pregunta por el bien: el bien coincide con el placer. Siguiendo la ruta abierta por pensadores como Hutcheson y Shaftesbury, ya en periodo ilustrado, Hume (1711-1776) identificaría el origen y fundamento de la moralidad en las pasiones o sentimientos humanos, excluyendo del todo a Dios o cualquier fuente trascendente.
En este contexto filosófico escribe Kant la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), que a su vez ha de entenderse desde la óptica de su filosofía trascendental, inaugurada con la Crítica de la razón pura (1781). En esta última obra, Kant define la filosofía trascendental como la “doctrina acerca de la posibilidad de todo conocimiento a priori” . Lo trascendental aquí se refiere a las condiciones de posibilidad a priori –en este caso, de la moralidad– que radican en el sujeto (concretamente, en su razón) universalmente entendido. Frente a las filosofías empíricas, que se sustentan en datos de la experiencia, esta es una “filosofía pura” que parte exclusivamente de los principios a priori y que se desdobla en una metafísica de la naturaleza y una metafísica de las costumbres –a su vez compuesta por una teoría del derecho y una teoría de la virtud–, que es la que Kant pretende fundar en la obra a la que pertenece este fragmento.
Estas consideraciones nos permiten entender mejor qué quiere decir Kant al identificar el bien supremo con la buena voluntad. No se trata del elemento material de la facultad volitiva (es decir, qué objetos son anhelados por la voluntad), o lo que es lo mismo, Kant no pretende indicar qué es lícito desear o hacer, lo que correspondería a una ética material. Más bien, le interesa el elemento formal, es decir, qué forma debe adoptar la voluntad en el obrar para ser buena. Como veremos más adelante, tal forma es la del imperativo categórico.
En lo que respecta al fragmento, escrito en la prosa habitual del tratado filosófico, consta de un párrafo con cuatro enunciados complejos, en los cuales se expresa una secuencia argumentativa deductivamente presentada (encabezada por la tesis, seguida de la contraargumentación de tesis alternativas):
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Enunciado 1: tesis principal (el bien supremo es la buena voluntad).
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Enunciados 2 y 3: consideración de otros elementos que incurren en el comportamiento moral y su relación con la voluntad.
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Enunciado 4: consideración de la relación entre felicidad y moralidad.
La función de la voluntad o facultad volitiva es descrita por Kant en los enunciados 2 a 4: hace uso de los dones de la naturaleza y de la fortuna, es capaz de rectificar sus tendencias haciéndolas adecuadas a fines, influyendo sobre el elemento emocional (el “ánimo”) y, así, sobre la conducta. Esta noción de voluntad remite a una determinada concepción antropológica, caracterizada por un dualismo entre unas características naturales (o “dones de la naturaleza”, como el temperamento y las dotes intelectuales), que le vienen dadas al individuo y le son particulares, y la facultad trascendental y universal de la razón, que en este caso, bajo la forma de razón práctica, consiste en la capacidad de elegir la propia acción independientemente de las motivaciones, impulsos y necesidades sensibles del individuo.
Las tendencias naturales del individuo son, para Kant, heterónomas e imperfectas, por lo que quedan descartadas como fundamento de la moralidad, si bien reconoce su contribución al comportamiento moralmente bueno. En cambio, la razón práctica o voluntad tiene como principio la autonomía o capacidad de autolegislarse, respondiendo a la ley que ella misma se da en vez de quedar a merced de la ley de la naturaleza. Nótese la semejanza con la alegoría platónica del auriga, donde el alma racional debe guiar y rectificar a los caballos, que representan la dimensión pasional del ser humano, susceptibles de usos “malos y dañinos”, así como con el pesimismo antropológico agustiniano.
Así definida la voluntad, resta la cuestión de en qué consiste la buena voluntad. Si bien no es expuesto en este fragmento, sí nos es adelantado en el último enunciado, cuando se nos dice que tiene que ver con hacerla “adecuada universalmente a fines”. En estas palabras se deja ver el imperativo categórico bajo la formula de la universalidad (“Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal”). En otras palabras, la buena voluntad es la que orienta la acción conforme a máximas que no solo son universalizables (y, conforme a las otras fórmulas del imperativo categórico, tratan a todos los seres humanos como fines en sí mismos, etc.), sino que además son seguidas por el cumplimiento mismo del deber, y no en función de las consecuencias positivas o negativas de cumplirlo.
Es por esta razón que la ética kantiana ha recibido el calificativo de “ética deontológica”, en contraposición con las éticas teleológicas como la aristotélica o la utilitarista. Si bien a menudo la aristotélica ha sido llamada “ética de la virtud”, no es que la de Kant no lo sea; de hecho, como se mencionó previamente, la suya es una teoría de la virtud como parte de una metafísica de las costumbres que engloba también una teoría del derecho. Además, como se puede ver en este fragmento, Kant toma en consideración el carácter, entendido como la peculiar constitución de la propia voluntad. La forma universal del imperativo categórico no conforma directamente la acción, sino que esto lo hacen las máximas, que a su vez se concretan en normas prácticas que atienden al contexto singular del sujeto y sus condiciones concretas. En tales máximas que constituyen el principio subjetivo del obrar se expresa el carácter del individuo, que será virtuoso si actúa dotándose de máximas que se adecúan a la forma del imperativo categórico.
Por último, no podemos dejar a un lado el problema del papel de la felicidad en la ética, al que de hecho Kant dedica una buena parte del fragmento. Como hemos visto, el carácter formal y deontológico de la ética kantiana excluye la felicidad como bien supremo, oponiéndose a las éticas teleológicas. No obstante, ha de notarse que, en realidad, no maneja la misma acepción de “felicidad” que aquellas, pues no opera ninguna distinción significativa entre felicidad y placer, considerándolas en cualquier caso bienes condicionados en tanto empíricos y relativos, y además compatibles con el obrar mal. Por el contrario, Aristóteles distinguió entre hedoné y eudaimonía, consistiendo esta en un “buen vivir” que no habría considerado compatible con el obrar mal. Similarmente, epicúreos y utilitaristas discriminan tipos de placeres, mediante criterios cuantitativos (Bentham) o cualitativos (Epicuro, Mill), lo que les permite distinguir placeres indeseables o nocivos por sus efectos negativos.
En el sistema kantiano, por el contrario, el bien supremo de la buena voluntad no coincide necesariamente con la felicidad. Sin embargo, reconoce que “incluso un espectador racional e imparcial” se revuelve ante la idea de que un hombre de mala voluntad sea feliz. De ello infiere la tesis secundaria que connota este fragmento: el ser humano siente espontáneamente que la buena voluntad es merecedora (o “digna”) de felicidad. Dicho de otro modo, la esperanza de la posibilidad de un bien pleno (donde el bien supremo de la voluntad y la felicidad coinciden) da sentido a la moralidad, si bien es, dado el carácter finito e imperfecto del ser humano, inalcanzable en esta vida. Esto es lo que llevará a Kant, en su Crítica de la razón práctica (1788) a coronar su ética con los llamados postulados de la razón práctica: debemos postular la inmortalidad del alma, que le permitiría a la voluntad un progreso indefinido en el que llegar a ser santa, y la existencia de Dios, ser omnisciente, omnipotente y santo que distribuye justamente la felicidad merecida, garantizando y dando sentido a la esperanza del bien pleno.
Así, Kant reintroduce a Dios en la ética, solo que bajo la forma de postulado de la razón práctica. Podemos apreciar aquí el peculiar gesto sintetizador y mediador de Kant, que así como en su Crítica de la razón pura trató de conciliar racionalismo y empirismo, se relaciona aquí con las filosofías morales precedentes no fundamentando la suya ni en la felicidad ni en Dios (como habrían hecho el modelo clásico y el cristiano respectivamente), pero tampoco excluyéndolos de su sistema, sino más bien reintroduciéndolos en él de una forma original. En suma, este fragmento que abre la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, nos introduce a los principales caracteres de la ética kantiana, cuya forma legal y carácter trascendental ha tenido una gran influencia hasta nuestros días, como por ejemplo en la ética existencialista de Sartre o en la ética comunicativa de Habermas, si bien también ha sido criticado por el dualismo antropológico en que se funda o por el sujeto racional universal al que apela (véase, por ejemplo, el “universal concreto” de Benhabib).