El siglo XVIII europeo ha pasado a la historia con el sobrenombre de “siglo de las luces”, donde la luz en cuestión es aquella arrojada por la Razón, la facultad característicamente humana que posee el poder de salvar al hombre de su ignorancia o, en palabras de Kant, de sacarlo de su estado de minoría de edad. Sin embargo, contemporánea e inseparablemente, es un periodo durante el que se iría elaborando la crítica y reacción contra los excesos del racionalismo, que culminará a finales de siglo con el surgimiento del movimiento romántico y, de la mano, el germen del pensamiento irracionalista.
Uno de los más destacados representantes de la filosofía dieciochesca que empieza a operar este gesto es Hume, de quien tenemos un fragmento particularmente elocuente a este respecto:
El hombre es un ser razonable que como tal recibe de la ciencia su alimento y nutrición adecuados. Pero tan estrechos son los límites del entendimiento humano que, tanto por lo que hace a la extensión cuanto por lo que hace a la seguridad de sus logros poca satisfacción puede esperarse a este respecto. El hombre es un ser sociable no menos que razonable, pero tampoco puede siempre gozar de una compañía agradable y entretenida, o mantenerse en el talante adecuado para gustar de ella. Por lo demás, el hombre es también un ser activo, y por esta disposición tanto como por las varias necesidades que acucian la vida humana ha de someterse a negocios y quehaceres. Y no obstante, la mente necesita algún que otro descanso, pues no puede siempre mantenerse en la tensión de las preocupaciones y los negocios. Parece, pues, que la naturaleza ha señalado una clase mixta de vida como la más adecuada para la raza humana, y secretamente ha amonestado a los hombres para que no permitan que ninguna de esas tendencias les arrastre demasiado, hasta incapacitarlos para otras preocupaciones y entretenimientos. Concedo tu pasión por la ciencia, les dice, pero haz que tu ciencia sea humana, de tal modo que pueda referirse a la acción y a la sociedad. El pensamiento abstruso y las indagaciones profundas yo las prohíbo, y severamente las castigaré con la melancolía pensativa que conllevan, la incerteza sin fin en que te envuelven y con la fría recepción que tus pretendidos descubrimientos encontrarán cuando los comuniques. Sé un filósofo, pero, en medio de tu filosofía, sé todavía un hombre.
– Investigación sobre el entendimiento humano, I, § 6.
En él, afronta el tema de la naturaleza humana (como veremos, central en su pensamiento) y, en concreto, el problema acerca de la clase de vida más adecuada para el ser humano. Este problema es clásico en la historia de la filosofía, en tanto lo encontramos ya en Sócrates, Platón y Aristóteles. No obstante, la tesis de Hume es significativamente novedosa, y a lo largo de este comentario tendremos ocasión de ver por qué. Por ahora, podemos recoger la simple enunciación de esta postura: “una clase mixta de vida” es “la más adecuada para la raza humana”.
La problemática de la naturaleza humana no es para Hume un asunto más entre otros. Bien al contrario, él describe como un momento de revelación vital aquel que tuvo cuando, a sus dieciocho años, se le presentó ante la mente “una nueva escena del pensamiento” que constituiría nada más y nada menos que el núcleo de su programa filosófico. Tal programa consiste en la fundación de una nueva “ciencia del hombre” –basada en la introducción del “método experimental” en la argumentación moral–, que descansa sobre dos supuestos, a su vez vinculados al contexto filosófico en que Hume se forma.
El primero de ellos es la idea de que una ciencia rigurosa se basa en un método “experimental” (inductivo, observacional), tal como Francis Bacon lo había descrito e Isaac Newton lo había aplicado, ratificándolo. Sin duda, se deja ver aquí la enorme influencia de la llamada “revolución científica” y el entusiasmo producido en el resto de intelectuales, que verían en los avances en ciencias naturales el modelo para el resto de áreas del pensamiento que aspiren a un conocimiento cierto y válido. Hume combina esta idea con la que podemos considerar más propiamente original en su proyecto: la noción de que todas las ciencias guardan alguna relación con la naturaleza humana, de modo que la “ciencia del hombre” y su propósito de indagar acerca de la naturaleza humana pasan a ser el “centro capital” de todas las ciencias, es decir, su fundamento. Con esta centralidad de la cuestión de la naturaleza humana y su dimensión moral, Hume se coloca en la tradición de pensamiento previamente cultivada por Shaftesbury, Mandeville, Hutcheson y Butler.
El programa de Hume se presenta por primera vez en su Tratado sobre la naturaleza humana (1739-1740) y sobre la base de estas ideas escribe más tarde sus Ensayos sobre el entendimiento humano (1748), del que las Investigaciones son una segunda edición, de 1758. En esta obra, se identifica el nexo con Locke, que se ocupó del mismo problema en una obra de título prácticamente idéntico que data de 1690. Locke es otra de las grandes influencias de Hume, tanto por su empirismo como por su programa de investigación gnoseológica, orientada al esclarecimiento del alcance y límites del entendimiento humano. Esta noción de límite tiene un papel central en el fragmento seleccionado y su tratamiento por parte de Hume representa una anticipación del criticismo de Kant, quien del pensador escocés llegaría a decir que lo despertó de su “sueño dogmático”.
Con estos elementos podemos entender mejor la motivación y espíritu que animan este fragmento, cuya prosa es típica de la tratadística (con secuencias expositivas y argumentativas y recursos como los ejemplos y las contraposiciones). Podemos distinguir dos momentos constitutivos de su argumentación: 1. Definición del hombre y descripción de su naturaleza. 2. Interpretación de la razón de ser de los límites de sus rasgos característicos.
En el primer momento, Hume nos ofrece una definición tripartita del hombre: como ser razonable, como ser social y como ser activo. Las dos primeras definiciones no resultarán novedosas al lector, pues se remontan a Aristóteles, si bien es de destacar el empleo del término “razonable”, en vez del más habitual “racional”, que podría explicarse como una indicación del modo en que Hume comprende al hombre fundamentalmente como un ser moral, sentimental, provisto de un temperamento, al lado de lo cual opera su razón. En cualquier caso, lo más llamativo de este pasaje es su estructuración contrastiva: a cada una de las tres mencionadas inclinaciones del ser humano opone (mediante la repetición de conectores adversativos “pero”, “no obstante”) sus correspondientes límites: al deseo de conocimiento, los límites de la incertidumbre y de lo incognoscible; a su sociabilidad, la inconstancia del talante sociable y de la compañía agradable; a su actividad, el cansancio y la necesidad de sosiego.
A continuación, nos expone su interpretación de estos hechos (en cuya descripción podemos apreciar el carácter empírico o “experimental” de su enfoque), en la que es central la noción de naturaleza. Hume emplea una personificación de la naturaleza, a la que concibe como una instancia superior al ser humano cuyo papel es el de imponer y sancionar límites sobre él. Esta concepción de la naturaleza puede considerarse heredera de la revolución científica: la naturaleza posee unas leyes que rigen el comportamiento de los fenómenos y tales leyes pueden ser investigadas por el ser humano (Hume podría añadir que tales leyes rigen también el comportamiento humano).
Esta noción, y esto es lo que se evidencia en este fragmento, desplaza a la idea de Dios, que paulatinamente desaparece de la escena: como un arquitecto-relojero, Dios diseñó el universo y le dio cuerda, y ahora funciona por sí mismo. Hume no se pronunció explícitamente al respecto, pero su escepticismo, aplicado también a la religión, lo hizo ser acusado por sus contemporáneos de ateísmo (lo que provocó que solo póstumamente se publicasen sus Diálogos sobre la religión natural). Sea como sea, es claro que en este fragmento es la naturaleza la autoridad a la que el hombre se enfrenta, autoridad personificada de tal modo que Hume la hace dirigirse directamente a la humanidad, decretando sus concesiones, condiciones y sanciones, al modo de suprema legisladora, jueza y ejecutora.
Este decreto de la naturaleza justificará la tesis principal del fragmento, según la cual la clase de vida humana más adecuada es mixta. Se concilian magníficamente en esta tesis tanto una continuidad como una divergencia con respecto a los ideales filosóficos clásicos. La continuidad reside en el milenario elogio de la metriotes y de la prudencia, destacadamente recogidos por Aristóteles y preservados en el resto de la tradición filosófica sucesiva. Ante la indeseabilidad del exceso, lo más adecuado se encuentra en un lugar medio, “mixto”. Por otra parte, Hume refleja en este fragmento los profundos cambios sociales y culturales que median con el pasado antiguo. El ascenso social de la clase burguesa, asociada a la intensificación y creciente centralidad de sus actividades económicas había revertido en una transformación profunda de los valores antiguos y medievales. En efecto, Hume incorpora la vida activa, caracterizada por los “negocios y quehaceres”, en la definición de la naturaleza humana, sin condenarla, a diferencia del extendido tópico o ideal antiguo del “otium”, donde la vida activa se presenta como un obstáculo o en contraposición con la vida intelectual. Por el contrario, Hume no introduce una jerarquía entre estas facetas de la vida humana y, más bien al contrario, nos advierte contra los efectos perniciosos de una hipertrofia de la vida intelectual.
De hecho, es significativa, por su fuerza retórica al final del fragmento pero también por representar este cambio de valores, la sentencia que cierra el párrafo. En ella, se contrapone la actividad filosófica al hecho de permanecer humano. Tal contraposición se hace eco de la antigua caracterización de la vida contemplativa como forma de vida (más) divina. Esto, a los ojos de Aristóteles, la hacía más deseable, y esta valoración tendría un larguísimo recorrido en el pensamiento occidental, donde la actividad intelectual quedaría asemejada a un alejamiento de la posición concreta de la propia existencia individual para aproximarse al punto de vista “aéreo”, incorpóreo, objetivo y/o eterno cuyo modelo de referencia era la mirada de Dios. Así en los estoicos, pero también, y mucho más cerca de Hume, en Spinoza, para quien el éxito del intelecto consiste en contemplar las cosas sub specie aeternitatis.
Para Hume, tal postura es un exceso de las pretensiones del hombre, y la prueba es de experiencia: el hombre que así intenta vivir se ve atenazado por la melancolía, la incertidumbre y la soledad. Y es que en el pensamiento de Hume, como veníamos adelantando, los sentimientos están en la raíz tanto de las inclinaciones humanas (incluso la humana propensión al conocimiento se origina en una “pasión”), como de cualquier valoración delo tipo (moralmente) bueno/malo o virtuoso/vicioso, tal y como argumenta en el tercer libro de su Tratado.
Por tanto, no podemos dejar de destacar la originalidad del pensamiento humeano, en el que el problema epistemológico acerca del alcance y límites de la razón se entrelaza característicamente con la pregunta moral sobre cómo debemos vivir. Tenemos perfecto ejemplo de ello en este fragmento que, como se ha argumentado a lo largo del presente comentario, enlaza temas y conceptos de origen antiguo con reformulaciones y tesis novedosas que inspirarían tanto al gran filósofo de la razón, Kant, como a los pensadores del sentimiento. Es difícil no conmoverse con esa tan bella como contundente advertencia que Hume nos arroja a los lectores, poniéndola en boca de la naturaleza: Sé un filósofo, pero, en medio de tu filosofía, sé todavía un hombre.