Es famosamente conocido que la especificidad del gesto filosófico en el pensamiento occidental se inaugura con la postulación y búsqueda de un principio rector de la totalidad de lo que existe (denominada cosmos, lo que ya le confiese el atributo de poseer un orden). Este principio rector recibió el nombre de arjé, que llegaría a ser un término técnico filosófico, pero que, en origen, poseía una semántica política, designando la soberanía.
La contribución de Heráclito de Éfeso a este respecto es decisiva y fundacional. En el contexto de la problemática del arjé es donde debemos comprender su aportación a la historia del pensamiento, que nos ha llegado tan solo bajo la forma de fragmentos. Si bien los doxógrafos posteriores le atribuían la escritura de un tratado Sobre la naturaleza, solo contamos con unas decenas de aforismos y sentencias, recogidos por Diels y Kranz en sus Fragmentos presocráticos. De entre estos fragmentos, en el primero Heráclito se pronuncia ya de lleno al respecto de esta problemática, introduciendo en concreto el problema de la cognoscibilidad del Logos. Su tesis principal, que analizaremos en detalle más adelante, es que la mera experiencia no es suficiente para conocer el Logos.
De este Logos que existe siempre resultan desconocedores los hombres, tanto antes de oírlo, como tras haberlo oído por vez primera. Pues aunque todo acontece según este Logos, se asemejan a inexpertos, pese a que tienen experiencia en las palabras y hechos del tipo de los que yo describo detalladamente desmenuzando cada cosa según su naturaleza e indicando cómo es. Pero a los demás hombres les pasa inadvertido cuanto hacen despiertos, igual que olvidan cuanto hacen dormidos.
– Fragmento DK 22 B 1.
Antes de proseguir, consideremos más atentamente el contexto histórico y filosófico en el que la tesis de Heráclito cobra sentido. Heráclito (535-475 a.C.) –miembro del conjunto de filósofos que los historiadores de la filosofía han bautizado como “presocráticos”– es originario de Éfeso, colonia jonia ubicada en lo que hoy llamamos Oriente Próximo. Las colonias jonias eran las más antiguas de Grecia (fundadas alrededor del 1000 a.C.), provenientes de la caída de la civilización micénica, y es en ellas donde se producen los primeros gestos filosóficos. Tras el siglo de silencio posterior a las creaciones de Homero (la Ilíada y la Odisea) y Hesíodo (la Teogonía), a principios del siglo VI a.C. tiene lugar un resurgimiento en el que se producen los inicios de la filosofía, centrados en Mileto. En esta colonia, el rey-sabio Tales identificaría el arjé con un elemento natural, el agua, dando así inicio a la tradición física jonia, de carácter monista, continuada por su discípulo Anaximandro y su a su vez discípulo Anaxímenes.
La relevancia de este acontecimiento y su carácter fundacional residen en el hecho de que por primera vez se enuncia la existencia de un arjé entendido como un principio rector del cosmos que no coincide con la voluntad de los dioses y cuya indagación, por tanto, inaugura un tipo de discurso específico que ya no es el de la poesía mítica (donde mythos significa “relato tradicional”), un método de acceso que no es la inspiración divina, sino la actividad contemplativa (theoría) racional, y, en consecuencia, exigiría por último nuevas formas educativas. El arjé, pues, se encuentra en la naturaleza misma (de ahí el calificativo de “físicos”) y reúne la multiplicidad de las cosas naturales bajo un principio único (por ello, “monistas”). Este último aspecto se evidencia y radicaliza ulteriormente en Heráclito, como veremos.
En efecto, Heráclito pertenece a la generación posterior a Anaxímenes y está familiarizado con la física milesia. Como ellos, pertenece a la familia real de su ciudad, pero renuncia a los derechos sucesorios para dedicarse plenamente a la actividad filosófica. Por tanto, y aunque lleva a cabo su propio programa –siendo, entre otras razones, que no fue discípulo directo de ningún otro pensador, hasta donde sabemos–, hereda de ellos la problemática del arjé, radicalizando la especificidad del gesto filosófico a través de la introducción de un nuevo término técnico: el Logos. A partir de este momento, logos ya no significa “un discurso”, sino que designa el discurso de la naturaleza, unificador de la totalidad de sus procesos bajo un principio (o, podríamos decir, ley) común.
Examinemos ahora en detalle su primer fragmento. Se trata de un breve texto en prosa, un párrafo que en esta versión consta de tres oraciones complejas. Su estilo aforístico emplea una retórica oracular, recurrente a menudo a la paradoja y a figuras metafóricas, que en la tradición posterior le ha hecho valer el sobrenombre de “Heráclito el Oscuro”. No obstante, en este fragmento podemos identificar sin demasiada dificultad la siguiente estructura argumentativa:
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En el primer enunciado, se nos presenta la tesis principal del texto –los hombres no conocen el Logos aunque hayan hecho experiencia de él–, acompañado de una tesis previa necesaria: el Logos existe.
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En el segundo enunciado, podemos distinguir tres momentos:
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Una ampliación de la tesis previa del primer enunciado: este Logos que existe constituye aquello según lo cual todo acontece.
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Una reafirmación de la tesis principal, presentada esta vez como una suerte de paradoja: pese a que tienen experiencia de las palabras, los hombres son inexpertos con respecto a la palabra (del Logos).
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La presentación del método cognoscitivo propuesto por Heráclito.
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Por último, y a modo de conclusión, Heráclito explica e ilustra su tesis principal con la metáfora del hombre cuya vida diurna es análoga a la del sonámbulo.
Nótese el modo en que la secuencia argumentativa está marcada por conectores discursivos adversativos (“aunque”, “pese a que”, “pero”), lo que da lugar a una exposición basada en el contraste. Destacan, en particular, las siguientes parejas:
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Logos/palabras. Como es sabido, el término “logos”, que en filosofía tomaría el significado técnico de “razón”, significa en origen “discurso” o “palabra”. Heráclito conserva esta acepción en el fragmento, al hablar del (re)conocimiento del Logos en términos de escucha. Frente a este Logos, Heráclito emplea el término “epos” para referirse a los discursos de los hombres, que estos sí conocen comúnmente.
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Experiencia/inexpertos: Heráclito contrasta la universal experiencia que el hombre hace de las palabras y de los hechos con su desconocimiento de la palabra-Logos, lo que los hace paradójicamente símiles a inexpertos.
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Yo/demás hombres: si bien en el primer enunciado el sujeto son los hombres, en general, entre el tercer momento del segundo enunciado y el último enunciado se explicita el contraste entre la mera experiencia de la que hacen uso “los demás hombres” y el método específico empleado por Heráclito (“yo”) para acceder al Logos.
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Despiertos/dormidos: dos estados presentados aquí, en lo que se refiere al común de los hombres, no como antitéticos, sino como análogos.
Este rasgo formal puede reconducirse al propio contenido de su doctrina ontológica –la realidad como esencialmente compuestas por oposiciones–, que visitaremos más adelante.
Desde el punto de vista del contenido filosófico, podemos focalizarnos entonces en las siguientes tesis secundarias:
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Existe un Logos único según el cual todo acontece y que, por tanto, tiene que ver con cómo las cosas son según su naturaleza.
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La mayoría de los hombres no conocen este Logos.
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En cambio, Heráclito es capaz de descubrir el Logos de las cosas mediante el procedimiento de describir analíticamente (por descomposición) las cosas.
La primera tesis, de carácter ontológico, como hemos venido adelantando, refiere a la problemática del arjé, de la que hereda los caracteres físicos y monistas de los milesios. Aún no nos hemos detenido sobre el concepto de naturaleza, también técnico. El término physis procede del verbo phyo, que puede traducirse como “generar” o “hacer que algo brote”. Así, physis sería aquello que hace surgir o nacer, que es también responsable de la corrupción y de la muerte. En filosofía, por tanto, entendida bajo el concepto del Logos propuesto por Heráclito, llegaría a designar aquello que hace ser a las cosas. En Aristóteles, en efecto, sería aquello que explica la substancialidad del ente.
La tesis central, sin embargo, es la que tiene un carácter gnoseológico, en relación con el conocimiento del Logos. No basta, nos dice Heráclito, con la experiencia cotidiana de la pluralidad de hechos y palabras. Este nivel, en el que se mueve la mayoría de los hombres, es superficial y no retiene los fundamentos de la realidad que se experimenta. No se trata solo de una forma de conocimiento, sino que esta caracteriza una determinada forma de vivir y estar en el mundo, asemejable para Heráclito a un estado de sueño.
Lo que se requiere para conocer el Logos, por el contrario, se presenta ejemplificado en la forma de conocimiento-vida de Heráclito. Frente a la experiencia cotidiana, se trata de emprender una determinada actividad intelectual, consistente en una descripción de las cosas basada en su descomposición (división o separación) conforme a lo que las hace ser lo que son (es decir, su naturaleza), lo que permite indicar (comprender, manifestar) su ser. Este método de “división” debe entenderse a la luz de la doctrina heraclítea según la cual el orden cósmico es el resultado de lo que, en realidad, es la tensión de una permanente “guerra” entre los opuestos. Estas tensiones, recogidas bajo la metáfora del fuego, son lo que hacen ser como son a las cosas, lo que las constituye y explica sus cambios (sus procesos de generación y corrupción). Acceder al ser de la cosa, entonces, requiere este método de “división” de la cosa en sus opuestos constituyentes.
Este fragmento de apariencia breve hace explícita la temática central de la filosofía presocrática y clásica y, por extensión, presupuesta por la historia de la filosofía occidental en su conjunto. Se trata del par apariencia/esencia, que en los desarrollos del pensamiento antiguo se acompañaría de los términos doxa/episteme y estaría estrechamente vinculado, especialmente entre los presocráticos, al problema multiplicidad/unidad. Por ello, y en su introducción del Logos en sentido técnico, no puede infravalorarse su contribución a la configuración de los caracteres distintivos de esa forma de pensamiento que Platón, un siglo más tarde, fijaría bajo el nombre de filosofía.