El término “persona” proviene del latín persona (y este, a su vez, del etrusco) y está asociado al griego prosopón. En ambos casos, designa las máscaras empleadas en las representaciones teatrales, si bien en latín poco a poco iría llegando a significar también al individuo en tanto sujeto de derecho. ¿Cómo ha llegado este término a su significado actual y cuál ha sido su carga filosófica a lo largo del tiempo?
En la filosofía griega, prosopón no llega a utilizarse en ningún momento con una acepción filosófica. En este sentido, no se da, como tal, una reflexión filosófica sobre la persona, si bien se formulan algunas de las características que más tarde serían atribuidas a este concepto. Para encontrarnos frente a frente con una problemática específica de la persona tenemos que esperar al cristianismo, donde, por razones evidentes, tomará un valor en el que se entrelazan lo antropológico y lo teológico.
La primera ocasión en la que este término tiene una destacada relevancia es en el Concilio de Nicea (siglo IV d.C.), donde se discuten y fijan algunos de los más importantes dogmas de la Iglesia. Una de las discusiones en cuestión tiene que ver, precisamente, con el concepto de persona, pero en un contexto filosófico-teológico muy concreto: lo que se debate es si Cristo tenía una o más naturalezas (divina y humana) y cómo estas se concilian entre sí. La tesis vencedora fue la que afirmaba que Cristo posee dos naturalezas (humana y divina) reunidas en una misma y única persona.
En este concilio la lengua común era el griego, y el término empleado en este caso no era prosopón sino hypóstasis. Por tanto, a lo que se aludía empleando este concepto es a que bajo las dos naturalezas de Cristo subyacía una misma y única substancia que las reunía a ambas sin confundirlas. Desde un punto de vista etimológico, hypóstasis es asemejable al término latino substancia, y en efecto esto marcará el modo de pensar la persona durante varios siglos; nos referiremos a este modo como concepción substancialista de la persona.
San Agustín desplazaría el foco por primera vez a la persona humana (si bien emplearía el término también en el contexto del problema de la Trinidad), al distinguir la substancia humana de las demás substancias sobre la base de su interioridad: el hombre, en cuanto persona (hypóstasis) es más que substrato; la persona humana individual posee con respecto a sí misma una relación privilegiada, en cuya interioridad puede desarrollar un conocimiento que apunta a Dios, pues Dios está dentro de cada persona iluminando su capacidad de conocer.
No obstante, sería la definición de Boecio la que tendría más influencia a lo largo de la filosofía medieval con respecto a la cuestión de la persona. Para él, la persona es la substancia individual y racional. En tanto individual, la personalidad es intransferible, y en tanto racional, es capaz de deliberar y reflexionar sobre sus propias acciones y controlarlas. San Anselmo insistiría, a partir de esta definición, en la decisividad del segundo elemento (la racionalidad) para definir a la persona humana, lo cual haría también Tomás de Aquino: lo propiamente característico del hombre es su naturaleza racional, es decir, su capacidad de deliberar sobre y dominar los propios actos.
Bien es sabido que el giro introducido por la filosofía moderna tiene que ver con la atención prestada a la cuestión epistemológica o problema del conocimiento. Así pues, se producirá un cierto cambio de matiz en el modo de pensar la persona, ya no de forma substancialista, sino como centro de actividad, en un principio fundamentalmente cognitiva.
Tanto es así, que tanto Locke (empirista) como Leibniz (racionalista) proporcionan una definición prácticamente idéntica de la persona como aquel ser pensante e inteligente, es capaz de reflexión y se piensa a sí mismo como una única cosa en distintos momentos y lugares. A esta definición Leibniz añadirá "... en virtud del sentimiento que tiene de sus propias acciones" y Locke, por su parte, "con una conciencia de sí que siempre acompaña el pensamiento".
Por su parte, Kant hará una contribución significativa al definir a la persona desde el punto de vista ético. A diferencia de las personas, las cosas existen solo en el ámbito de la naturaleza, marcado por la necesidad de las leyes naturales, por lo que no poseen libertad ni autonomía. Por el contrario, las personas nos movemos además en un dominio ético en el cual somos capaces de darnos una ley a nosotros mismos, lo que nos configura como seres autónomos, y en esta autonomía se funda nuestra libertad.
Uno de los más destacados pensadores postkantianos es Fichte, quien toma la filosofía kantiana desde un punto de vista más profundamente metafísico y privilegiando aún más el aspecto ético. En este caso, tenemos a un Yo que se postula como el centro de la actividad metafísica.
A lo largo del siglo XIX, el pensamiento respecto de la persona irá incorporando ya no solo aspectos cognitivos, sino elementos afectivos, como la volición, el sentimiento y el deseo. Este proceso culmina en la definición proporcionada por Scheler (siglo XX) de la persona como unidad de ser concreta y esencial que subyace a y que es condición de posibilidad previa de todas las actividades -tanto afectivas como cognitivas- del individuo.
Siguiendo este recorrido, vemos que el concepto de persona se presenta en varias ocasiones aparejado a otras nociones, como individuo, sujeto o yo. No obstante, no podemos considerarlos idénticamente sinónimos, por las siguientes razones:
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Si bien toda persona es un individuo, no todo individuo es una persona, ya que es también una substancia individual cualquier otro ser como un árbol o una mesa concretos.
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Similarmente, si bien toda persona es un sujeto, no todo sujeto es una persona, al menos según cómo empleemos este concepto. Por ejemplo, entre los filósofos de la Antigua Grecia, sujeto (hipojéimenon) es aquello que es susceptible de tener un predicado, por lo que, nuevamente, podría tratarse de substancias individuales no humanas o incluso de substancias universales. Por otra parte, cuando hablamos de la subjetividad como característica inherente de la persona, nos referimos a que se posee a sí mismo y se sabe existente.
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Por otra parte, el concepto de yo no es plenamente coincidente con la persona, ya que tiene un significado abstracto que no expresa la individualidad concreta de la persona. Se habla, por ejemplo, de yo epistemológico para hacer referencia al sujeto humano en tanto es capaz de conocimiento, así como del yo psicológico para aludir a lo que subyace a los actos de diverso tipo de un individuo. Más aún, se habla de yo metafísico cuando se quiere hacer referencia a una instancia que subyace aún por debajo de cualquiera de los dos anteriores yoes. Sin embargo, pensadores enmarcados en la fenomenología y el existencialismo, como Levinas y Buber han sido críticos con yoes como el cartesiano, por presentarse de forma solipsista. Por el contrario, argumentan, antes de dirigirse a sí mismo, el yo se dirige a los demás como precondición de cualquier conciencia de sí. Desde este punto de vista, lo característico de la persona frente a otros seres u objetos sería precisamente su constitutiva apertura al mundo y su comunicabilidad con los demás; dicho de otro modo, ser intersubjetividad antes que subjetividad.