Estudiando filosofía

Nietzsche: la visión del pesimismo dionisíaco

Nietzsche (1844-1900), pensador que se nos presenta hoy como una figura indiscutiblemente filosófica, fue considerado por la primera recepción no más que un crítico de la cultura, ajeno a las problemáticas fundamentales de la filosofía en sentido estricto. Sin embargo, si algo caracteriza su pensamiento es precisamente la resistencia a ser encorsetado en estas categorías estancas: sus reflexiones acerca de la decadencia cultural y del arte son inseparables de consideraciones y tesis de tipo ontológico (como habría insistido en señalar Heidegger) y se dan mediante la crítica de conceptos metafísicos y morales clásicos.

El presente fragmento es un buen ejemplo de ello. En él, Nietzsche se embarca en una crítica de la estética contemporánea, considerando en particular el problema de la valoración del Romanticismo, pero su tesis –que el pesimismo romántico es una expresión de empobrecimiento vital– entronca con nociones e ideas que superan o amplían el ámbito estricto de la crítica del arte.

¿Qué es el Romanticismo?

¿Qué es el Romanticismo? Algunos de mis amigos recordarán al menos que al principio me lancé sobre nuestro mundo moderno con algunos errores graves y algunas valoraciones exageradas. En cualquier caso, como alguien que espera. Concebía –¡quién sabe después de qué experiencias personales!– que el pesimismo filosófico del siglo XIX era un síntoma de una fuerza superior del pensamiento, de una valentía más audaz, de una plenitud de vida más triunfante que las correspondientes al siglo XVIII, al siglo de Hume, de Kant, de Condillac y de los sensualistas. Hasta llegué a pensar que el conocimiento trágico constituía el lujo propiamente dicho de nuestra cultura, la clase de despilfarro más preciada, más noble, más arriesgada de esta cultura, pero también un lujo legítimo, dada su superabundancia. Del mismo modo interpretaba la música alemana; creía percibir en ella el temblor de tierra en el que acaba descargándose una fuerza originaria condensada desde siglos atrás, indiferente al hecho de que, al mismo tiempo, vacilara todo lo que entendemos normalmente por cultura. Como puede verse, desconocía yo entonces lo que caracteriza especialmente tanto al pesimismo filosófico como a la música alemana: su Romanticismo.

¿Qué es el Romanticismo? Todo arte, toda filosofía pueden ser considerados como medios al mismo tiempo saludables y auxiliares al servicio de la vida en crecimiento, en lucha; presuponen siempre sufrimientos, seres que sufren. Pero hay dos clases de seres que sufren: los que sufren por su abundancia de vida, que desean un arte dionisíaco y que tienen asimismo una visión y una comprensión trágicas de la vida; y aquellos que sufren por su empobrecimiento de vida, que buscan en el arte y en el conocimiento el descanso, el silencio, el mar en calma, la entrega personal o, por el contrario, la borrachera, la crispación, el estupor, el delirio. A la doble necesidad de esta segunda clase responde el Romanticismo en todas las artes y en todos los conocimientos. A esta clase de seres pertenecían (y pertenecen) tanto Schopenhauer como Richard Wagner, por citar a los dos románticos más célebres y expresivos que otrora fueron objeto de un malentendido por mi parte que no los desfavorecía, como se me concederá con toda equidad.

El ser más rico en abundancia vital, el dios y el hombre dionisíacos pueden permitirse no sólo ver lo terrible y problemático, sino también cometer incluso una acción terrible y entregarse a todo lujo de destrucciones, descomposiciones y negaciones; para ellos, el mal, el absurdo y la fealdad horrible están, por así decirlo, permitidos, en virtud de un excedente de fuerzas generadoras y fecundas, capaces de convertir cualquier desierto en un país fértil. Por el contrario, el ser más doliente y más pobre de vida tendrá mayor necesidad de mansedumbre, de tranquilidad, de bondad en pensamientos y en acciones... hasta de un dios, especialmente de un dios para enfermos, de un "Salvador". Necesitará también la lógica y la inteligibilidad conceptual de la existencia –pues la lógica tranquiliza, da confianza–. En definitiva, necesita que su horizonte optimista sea algo estrecho e inclusivo, para que le dé calor y le disipe el miedo.

Así fui entendiendo poco a poco a Epicuro, el opuesto a un pesimista dionisíaco, y al "cristiano" que, en realidad, no es más que una variedad del epicúreo y, como él, esencialmente romántico. Mi vista se ejercitaba en discernir cada vez mejor para saber hacer uso de esa forma tan sumamente difícil e insidiosa de inducción que se encuentra en el origen de la mayoría de los errores, aquella que va de la obra al creador, del acto al actor, del ideal a quien tiene necesidad de él, de cualquier forma de pensamiento y de apreciación a la necesi- dad que la determina imperiosamente. Frente a todos los valores estéticos me sirvo ahora de esta distinción principal; en cada caso pregunto: "¿es el hambre o es la abundancia quien se ha convertido aquí en creador?".

A primera vista parecería ser más aconsejable hacer una dis- tinción de otro tipo –mucho más evidente- que consistiría en determinar si lo que se encuentra en el origen del acto creador es el deseo de estabilizarse, de eternizarse, de ser; o es, por el contrario, el deseo de destrucción, de cambio, de novedad, de futuro, de desarrollo. Pero ambas clases de deseos, consideradas con más profundidad, se muestran susceptibles de una doble interpretación precisamente según el modo de distinción que acabo de indicar y que, a mi juicio, merece con justo título la preferencia. El deseo de destrucción, de cambio, de desarrollo puede ser la manifestación de una fuerza abundante e impregnada de futuro (el término que yo uso para designarla es, como se sabe, "dionisiaca"), pero puede ser también el odio del fracasado, del menesteroso, del desfavorecido por la fortuna, que destruye, que debe destruir, porque lo subleva y lo irrita el estado de cosas existente, e incluso toda existencia, toda forma de ser –para entender esta pasión no hay más que mirar de cerca a nuestros anarquistas–.

La voluntad de eternización exige también una doble interpretación. Por un lado, puede provenir de un sentimiento de gratitud y de amor; un arte que tenga este origen será siempre un arte apoteósico y ditirámbico quizás en Rubens, serenamente irónico en Hafiz, claro y afable en Goethe, envolviéndolo todo en un resplandor homérico. Pero puede ser también la voluntad tiránica de un ser afectado por un gran dolor, de uno que lucha, torturado, que aspira a conferir el carácter obligatorio de una ley universal a la idiosincrasia misma de su dolor, a lo que éste tiene de más personal, de más particular, de más cercano, y que se toma venganza en cierto modo de todas las cosas imprimiendo en ellas su imagen, marcando en ellas al rojo vivo su imagen, la imagen de su tortura.

Esto es lo que constituye el pesimismo romántico en su forma más expresiva, como filosofía schopenhaueriana de la voluntad, o como música wagneriana; el pesimismo romántico representa el último acontecimiento grande en el destino de nuestra cultura.

(La posibilidad de que exista otro pesimismo, un pesimismo clásico, es una captación y una visión que me pertenece como inseparable de mí mismo, como mi proprium y mi ipsissinlum. Salvo que la definición de "clásico" suene mal en mis oídos, por ser un término demasiado usado y rotundo, que ha llegado a resultar irreconocible. Al pesimismo del futuro –¡pues está en camino!, ¡lo veo venir!– lo llamo pesimismo dionisíaco).

  • La gaya ciencia, 370.

El texto pertenece a La gaya ciencia (1882), una colección de fragmentos y aforismos (Nietzsche se resiste a dar a su pensamiento una forma de sistema arquitectónicamente organizado) perteneciente al que en la periodización de su pensamiento ha pasado a conocerse como su “periodo ilustrado”. Esta etapa, inaugurada con la publicación de Humano, demasiado humano (1879), marca una cierta maduración con respecto a la anterior (a la que Eugen Fink denominó ”metafísica del artista”), lo que se refleja sobre todo en su abandono de la metafísica schopenhaueriana y en su ruptura con Wagner, con un consiguiente cambio de valoración del arte. Sobre estos dos cambios reflexiona Nietzsche en este fragmento, que nos resulta, por tanto, muy útil para considerar el desarrollo de su trayectoria. Además, es en este periodo en el que Nietzsche da propiamente comienzo a su proyecto de inversión del idealismo, a través del cual comenzarán a atisbarse los precedentes inmediatos de algunas de las célebres nociones de sus últimos escritos, como la de la voluntad de poder.

Desde el punto de vista formal, este fragmento adopta un estilo ensayístico, en prosa y con una estructura argumentativa y expositiva. Como decíamos, su contenido puede inicialmente considerarse de tema estético, pero se involucra también en consideraciones filosóficas y “psicológicas”. Los ocho párrafos de que se compone describen la siguiente secuencia (sobre cuyos pormenores nos detendremos a continuación):

  • 1) Introducción de la tesis nietzscheana del periodo de juventud.

  • 2a) Tesis vitalista acerca del arte y del pensamiento: el arte y la filosofía están al servicio de la vida.

  • 2b) Tesis psicológica: existen dos tipos de hombre en función de su potencia vital.

  • 3) Combinación de estas dos tesis.

  • 4) Contraste del criterio de valoración estética propuesto por Nietzsche frente a un engañoso criterio habitual.

  • 5-6) Introducción de un tercer posible critrerio, su contraargumentación y tipología de cuatro talantes psico-estéticos resultantes.

  • 7-8) Conclusión, acerca del pesimismo romántico y del pesimismo dionisíaco.

A. Romanticismo en el Nietzsche de juventud

El “debut” filosófico de Nietzsche tiene lugar en 1872 con la publicación de El nacimiento de la tragedia. Su adversario es la tradición clasicista de interpretación de la cultura griega, que considera resultado de la herencia cristiana, y que en el siglo XVIII había quedado académicamente fijada por la obra de Winckelmann. En su rebelión contra este statu quo, encuentra no solo un “aliado”, sino un modelo de sabiduría, en la figura de Schopenhauer (Schopenhauer como educador, 1874), cuyo pesimismo filosófico le parece una sobresaliente expresión del conocimiento trágico y, por tanto, “síntoma de fuerza superior del pensamiento”. Para comprender esta noción de “conocimiento trágico” tenemos que considerar la tesis cosmológica de fondo de El nacimiento de la tragedia.

Nietzsche identifica en su primera obra destacada la existencia de dos principios o impulsos (Triebe) que se encuentran en el individuo, en las civilizaciones e incluso en el fondo mismo de la realidad: son lo dionisíaco –el caos que se resiste al principium individuationis, la embriaguez, lo terrible de la existencia– y lo apolíneo –el orden de las formas, la armonía–. La síntesis más perfecta de ambos tiene lugar en la tragedia ática. Frente a la voluntad de verdad racionalista y conceptual introducida por Sócrates –y que habría dado comienzo a un proceso de decadencia cultural, agravado bajo la forma del platonismo-cristianismo, llegando hasta los días del propio Nietzsche–, el conocimiento trágico, del que los antiguos griegos habrían sido capaces, se basa en el reconocimiento, aceptación y celebración de lo que hay de terrible en la vida: la locura, el devenir, la muerte, en suma, el carácter trágico de la vida misma.

En dicho contexto de decadencia artístico-cultural, el primer Nietzsche vio en la música de Wagner una posibilidad de renacimiento de la cultura trágica, una expresión del “poder dionisíaco”. Sin embargo, las desavenencias personales acabarían causando la ruptura de su relación con él, y su composición del Parsifal detonaría el giro definitivo de la lectura nietzscheana de su producción musical, a causa de sus influencias cristianas. Esta gran decepción lo determinaría a perder la esperanza de un retorno de la cultura trágica sobre la base de la tragedia musical wagneriana.

B. Inversión del idealismo

En el segundo párrafo, Nietzsche introduce su tesis vitalista: “Todo arte, toda filosofía pueden ser considerados como remedios y medicinas al servicio de la vida que crece y que lucha […]”. Para valorar su alcance, hay que considerarla a la luz de su proyecto de inversión del idealismo, que toma forma precisamente en este periodo de su producción.

Ya en su juventud, en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1872), Nietzsche “desenmascara” el lenguaje como una forma de “mentira”. Donde en origen era libre juego de metáforas, el inicio de la civilización humana exigiría la cristalización de unas metáforas y la desestimación de otras, abandonando la noción de “metáfora” misma al ámbito de la poesía, enajenado de cualquier relación con la verdad. A partir de Humano, demasiado humano (1879), el foco está puesto sobre la moral en general, que para Nietzsche engloba la verdad, Dios y otras nociones metafísicas. La moral es “error”, cristalización de lo que en origen fueron imperativos hipotéticos vinculados a las exigencias inmediatas de la vida, y se basa en el olvido de esto mismo. En otras palabras, aquello que se ha atribuido precisamente a las instancias más altas, trascendentes o sobrehumanas es, en realidad, “humano, demasiado humano”, explicable en términos de necesidades de seguridad y de búsqueda de placer.

Con este giro, todos los valores pasan a ser expresión de la vitalidad humana. Ante la eliminación del “mundo verdadero” (de las esencias o cosas en sí, frente al “mundo aparente”), el único meta-criterio de valoración de los valores es de índole fisiológico: si es expresión de una mayor potentia o potis esse (lo que aquí Nietzsche llama “vida” o “fuerza vital” y que más adelante quedaría subsumido bajo la noción de “voluntad de poder”).

C. Psico-estética vitalista

Sobre la base de esta inversión, desde el punto de vista de la valoración estética, Nietzsche descarta ahora como capciosa la modalidad de inferencia “que va de la obra al creador, del hecho al autor, del ideal al que lo exige, de toda manera de pensar y de apreciar a la necesidad que la inspira”. Este criterio es sometido a la inversión de tal modo que se transforma en la pregunta: “¿es el hambre o la sobreabundancia el principio creador?”.

De esta forma, la discusión planteada por Nietzsche pasa a ser a la vez psicológica y estética, sobre la base del principio fisiológico-vitalista, que permite identificar dos clases de hombres: aquellos ricos y aquellos pobres en fuerza vital. Caracterizados en los párrafos segundo y tercero, no reproduciremos aquí su descripción. Baste destacar el modo en que Wagner y Schopenhauer son identificados ahora con la pobreza de fuerza vital, y en que se asimila el cristianismo a una variedad de epicureísmo y, ambos a su vez, al Romanticismo, que deja de ser una categoría estética histórica para pasar a representar un determinado tipo de “talante”.

Nótese también cómo la religión, la filosofía (entendida como “necesidad de lógica, de la inteligibilidad abstracta de la existencia), el optimismo y el gusto por lo bueno y lo bello son juzgados como expresión de pobreza vital y debilidad, en tanto manifestaciones de una incapacidad de tolerar y aceptar “el espectáculo de lo terrible y de lo problemático”. Por el contrario, el hombre dionisíaco, sobreabundante de vida, goza también de la malignidad y de la fealdad, lo que es expresión de su exuberancia creativa. Este es el resultado de la operación de inversión descrita más arriba.

Considerando que, como hemos visto, Nietzsche había identificado la metafísica de la fijeza del ser con una forma de protección frente a los efectos existenciales del devenir, cabe preguntarse si se trata de identificar si una obra es fruto de la exigencia de fijeza y eternidad o de la exigencia de destrucción y de devenir. Nietzsche descarta ahora este criterio, revelando cómo ambas exigencias son compatibles con los dos niveles de fuerza vital. Esto da lugar a una tipología con cuatro clases de arte y de talantes:

Exigencia de fijeza Exigencia de destrucción
Sobreabundancia vital Arte de apoteosis Pesimismo dionisíaco
Pobreza vital Pesimismo romántico Nihilismo reactivo

A destacar de este cuadrante son las siguientes cuestiones:

  1. Nietzsche concibe ahora la posibilidad de un arte orientado a la fijeza que sea no obstante expresión de sobreabundancia vital.

  2. El pesimismo romántico es el epítome de la decadencia, un intento de elevar a ley universal e imponer a los demás el propio sufrimiento.

  3. Nietzsche contempla por primera vez la posibilidad de que la “exigencia de destrucción, de cambio, de devenir” pueda ser la expresión del “odio del ser frustrado”. Se entrevé aquí la distinción formulada más adelante (El nihilismo europeo, 1887) entre un nihilismo reactivo, que reconoce la insensatez del devenir y reacciona a él con odio y venganza, y un nihilismo activo, propio del superhombre, que se instala en la insensatez del mundo dado para crear nuevos valores. No es baladí la mención del anarquismo: a aquellos que empleaban acciones individuales de terrorismo se los calificaba en la época de “nihilistas” y, por otra parte, Nietzsche somete la política también al criterio fisiológico. Es notoria su antipatía por el socialismo y por los movimientos obreros, cuyos propósitos igualitarios y revolucionarios interpreta como una sed de venganza fruto de su debilidad constitutiva, asimilándolos en este aspecto al cristianismo (en particular en sus obras de “filosofía del martillo”: Genealogía de la moral, El crepúsculo de los ídolos, etc.).

  4. Se enuncia el actual ideal de Nietzsche, un pesimismo de raíces antiguas (en este sentido, “clásico”) arraigado en una exigencia de destrucción que expresa una fuerza sobrante, “preñada de futuro”.

En este pesimismo que está por venir, y que es totalmente opuesto al romántico, se entrevé el anuncio de Así habló Zaratustra (1884) del superhombre (Übermensch), figura en la que culmina la eliminación del “mundo verdadero” y se manifiesta la voluntad de poder en un nihilismo activo y creador de nuevas tablas de valores.

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