Estudiando filosofía

El conflicto entre la fe y la razón

Contexto del debate

El debate fe-razón es un problema filosófico que ha atravesado el pensamiento occidental a lo largo de siglos y que se encuentra estrechamente relacionado con el problema más general de la doxa (opinión o creencia) y la episteme (el saber cierto), de forma que ha evolucionado sobre la base del conflicto entre otras parejas como mito y razón, teología y filosofía, fideísmo y deísmo, creencia y ciencia, etc. Sin embargo, hay que señalar que, estrictamente, el problema fe-razón es propio de las religiones del Libro (judaísmo, cristianismo e islam), puesto el conflicto surge cuando las verdades alcanzadas por la sola razón resultan contradictorias con respecto a los dogmas de fe o verdades reveladas. Resulta un problema aún más central en el cristianismo, siendo que desde sus inicios San Pablo lo definió como “culto razonable”.

En este texto, trazaremos un recorrido que comenzará precisamente con los orígenes del cristianismo y que, pasando por el pensamiento medieval donde tendrá su máximo desarrollo, continuará por el pensamiento moderno e ilustrado. Finalmente, presentaremos el estado actual de la cuestión, que en el presente ha perdido la relevancia que había tenido en otros tiempos a causa de la secularización de nuestras sociedades, pero que de todos modos pervive. Antes de empezar, esbozaremos algunas definiciones elementales:

  • La fe es, en el cristianismo, una virtud teologal –junto con la esperanza y la caridad– que dispone al creyente a recibir la verdad revelada.

  • La revelación es la manifestación de Dios con el propósito salvífico de liberar al hombre del pecado, del dolor y de la muerte.

  • La verdad revelada o dogmas de fe son aquellas proposiciones aceptadas por la comunidad de creyentes y sancionadas por la autoridad legítima (en el caso del cristianismo, la Iglesia).

  • La razón es la facultad natural del ser humano que tiende a la unificación de la pluralidad de fenómenos, explicando la realidad y guiando el obrar. “Razón” traduce tres términos griegos diferentes: el lógos (discurso explicativo o inteligible), el noûs (inteligencia o pensamiento) y la phrónesis (sabiduría práctica).

En el cristianismo temprano

Es cierto que podemos encontrar un antecedente en el pensamiento de la Antigua Grecia de este problema en el pensador presocrático Jenófanes, quien criticó el antropomorfismo y zoomorfismo, así como la pluralidad y la intervención sobre los asuntos humanos, que caracterizaba a los dioses de los mitos narrados por Hesíodo y Homero. Por el contrario, esbozó el concepto de una divinidad caracterizada racionalmente como única, incorpórea y trascendente. Tenemos, entonces, una primera forma de contraposición entre la razón y el mito como formas alternativas de conocer a la divinidad.

Sin embargo, como decíamos, en sentido estricto el problema fe-razón se manifiesta en su máxima expresión en el cristianismo. Pablo de Tarso presentaba ya esta contradicción, al contraponer la “sabiduría del filósofo”, como una sabiduría de las cosas de este mundo, a la “sabiduría del creyente”, que es un saber de Dios y por tanto más verdadero y elevado. Esto le permitía sostener la que hasta entonces habría sido paradójica noción de que lo que para la razón es locura, para el creyente es prueba de la verdad de su fe. Aun así, ya en tiempos de los evangelistas se estaba desplegando una identificación entre el Dios cristiano y el Logos de los filósofos (en particular, en el Evangelio de Juan). El Dios cristiano se estaba dibujando tomando los atributos de la universalidad y de la verdad exclusiva que previamente habían residido en el Logos, lo que ponía abiertamente al cristianismo en una posición de rivalidad y de incompatibilidad con la filosofía.

El conflicto con la filosofía no emanaba solo de las pretensiones universalistas de sus defensores, sino también de las incompatibilidades desde el punto de vista doctrinal. La noción de Creación era ajena al pensamiento filosófico (entrando en conflicto con la clásica idea de physis), al que también era extraña la idea de un Dios que se encarna en un lugar y tiempo concreto y que interviene sobre los asuntos mortales o que realiza milagros. Por otra parte, los cristianos postulaban sus doctrinas como una verdad exclusiva, mientras que la filosofía se había mantenido hasta entonces en un estado de convivencia entre escuelas y doctrinas diferentes. Del mismo modo, la idea de la resurrección de la carne no tenía precedentes en el pensamiento filosófico, que solo había contemplado, en algunas de sus escuelas, la posibilidad de la inmortalidad del alma.

Estos problemas, por supuesto, permanecen a lo largo del desarrollo de la patrística (entre los siglos II-VIII). La postura de Pablo de Tarso, por la cual el cristianismo debe presentarse como una religión universal y, por tanto, extenderse entre los gentiles, lleva a un proceso de expansión del cristianismo que ya tempranamente se aproximaría a capas sociales de “paganos” cultos y con formación filosófica. En este contexto, la labor de la patrística sería doble. Por un lado, sostendrían una intensa labor de apología del cristianismo, tanto externa (hacia los no creyentes) como interna (hacia los creyentes que sostienen doctrinas o prácticas rechazadas por la ortodoxia). Para algunos apologetas, como Tertuliano, la pluralidad de los planteamientos filosóficos es un signo de su falsedad, de tal modo que se mantiene una actitud de contraposición y superioridad ante la filosofía.

Por otro lado, se impondría la necesidad de sistematización de la doctrina cristiana, para lo cual algunos pensadores cristianos emplearían la filosofía (sus conceptos y métodos) de forma instrumental. Esto determinaría la integración de planteamientos de orientación platónica, debido a que la escuela filosófica con mayor vigor en aquel entonces era el neoplatonismo. Además, el platonismo presentaba algunas similitudes doctrinales que lo hacían particularmente compatible con el cristianismo (si bien no son completamente identificables, por las razones que hemos esgrimido antes). Ambos comparten la idea de que existe un mundo trascendente, separado de “este mundo” (y el segundo depende del primero, en virtud de la doctrina de la participación), regido por un ente supremo que es causa de todo (la Idea del Bien en el platonismo, el Uno en el neoplatonismo de Plotino, Dios en el cristianismo). Comparten también algunos rasgos en su concepción antropológica, como la inmortalidad del alma, la destinación del hombre al mundo trascendente y la vida terrena como un proceso de purificación.

De esta manera, en los primeros siglos del cristianismo, la filosofía es a la vez rechazada por falsa e incompatible (en particular escuelas irreconciliables con la doctrina cristiana, como el epicureísmo) e instrumentalizada (principalmente bajo su forma neoplatónica, aunque también tendría una gran influencia el estoicismo). Por el contrario, la filosofía aristotélica se mantendría al margen del debate hasta su recuperación en los comienzos de la Baja Edad Media.

En la escolástica medieval

Un primer referente fundamental para la escolástica en sus inicios procede, en realidad, del periodo de la patrística. Se trata de Agustín de Hipona, para quien razón y fe no están contrapuestos: ambas tienen por objeto una misma verdad –la verdad cristiana– y colaboran entre sí. La razón humana requiere del auxilio de la fe para poder conocer, pero es de todos modos un don de Dios y por tanto no debe ser despreciada; más bien al contrario, la razón colabora con la fe en la obra de exposición y clarificación de sus verdades. Este planteamiento conformaría una de las posturas al respecto del debate fe-razón sostenidas durante la Baja Edad Media, recogida por Anselmo de Canterbury bajo la fórmula credo ut intelligam (“creo para comprender”), padre de la escolástica. También Buenaventura de Bagnoregio sostendría esta posición.

Un momento que marcaría un antes y un después en el debate medieval sería la recuperación de las obras de Aristóteles, manejadas por pensadores del mundo musulmán y traducidas al latín por la Escuela de Toledo. La figura destacada a este respecto sería Averroes, quien defendió el uso de la sola razón para la lectura e interpretación de los textos filosóficos (es decir, de los textos aristotélicos). Con esto, se perfila una segunda postura con respecto al problema fe-razón, que es la independencia de ambas. Su contemporáneo, Al Gazzali, lo acusó en La destrucción de los filósofos de impiedad sobre la base de este planteamiento, a lo que Averroes contestó (en obras como La destrucción de la destrucción) que razón y fe no están en conflicto, dado que la razón se orienta al conocimiento del mundo, que es obra de Dios, y por tanto conducirá a las mismas verdades que se revelan en el Libro. Habiendo sido ambos creación de Dios, no pueden estar en contradicción, y la mejor herramienta para conocer el mundo es la filosofía aristotélica, por lo que quedaría respaldada su investigación independiente.

Averroes tendría influencia en el mundo cristiano, dando lugar al que se conoce como averroísmo latino, del que son exponentes Siger de Brabante y Boecio de Dacia. Los averroístas latinos, a diferencia de Averroes, sostuvieron la teoría de la doble verdad, por la cual existe una verdad de la fe, que se estudia en la facultad de Teología, y una verdad de la razón, que se estudia en la facultad de Artes. Bajo esta óptica, la filosofía podría ser estudiada bajo la sola guía de la razón, pero tendría un objeto diferente a la teología, por lo que no tendría nada que decir al respecto de los asuntos teológicos. Como podemos apreciar, el debate fe-razón ya se presenta aquí como el debate teología-filosofía.

El averroísmo sufriría la condena oficial de la Iglesia, pero no por ello perdería su influencia. En efecto, a través del averroísmo latino se difunde el aristotelismo, culminando en la síntesis de Tomás de Aquino. Partiendo de la convicción de que la filosofía aristotélica tiene contenidos verdaderos y útiles para el despliegue del pensamiento cristiano, Tomás de Aquino buscará una vía de reconciliación que reconozca dignidad al método filosófico sin recaer en el averroísmo. Para ello, considerará la existencia de una única verdad –la verdad cristiana–, a la que se puede llegar por dos vías, la filosofía y la teología, que tienen fuentes distintas para conocer –la razón y la fe respectivamente– y dos objetos o ámbitos de conocimiento –el conocimiento natural y la revelación–. No obstante, existe un ámbito al que se puede acceder tanto mediante la fe como mediante la razón: los preambula fidei. Estas son las verdades reveladas que pueden conocerse también por la razón, como por ejemplo la existencia de Dios (y, en efecto, Tomás de Aquino elaborará sus célebres “vías” o argumentos racionales para la existencia de Dios).

Con respecto a los preambula fidei, de todos modos, la fe se postula como la vía privilegiada de conocimiento, por dos razones: en primer lugar, la razón humana es falible; en segundo lugar, no todo el mundo posee las capacidades o las condiciones para desarrollar el uso de su razón y alcanzar por su solo uso estas verdades, a las que se llega más fácilmente y de forma certera por la fe. Por tanto, si bien la razón permite esclarecer la fe, elaborando un discurso teológico, la fe rectifica la razón, pues un caso de conflicto entre ambas es interpretado por Tomás de Aquino como un signo de error por parte de la razón; dicho de otro modo, ante la duda, el criterio de verdad viene dado por la fe.

En los inicios del siglo XIV, el aristotelismo ha sido ensombrecido por la sospecha de conducir a posturas heréticas con respecto al dogma cristiano, por lo que surgen nuevos planteamientos al respecto de las relaciones entre fe y razón. Representativo en este aspecto es Guillermo de Ockham, quien negaría toda posibilidad de demostrar racionalmente las verdades de la fe. El conocimiento de la ciencia solo es posible sobre la base de la experiencia y la intuición sensible, y de Dios no podemos tener tal tipo de experiencia, por lo que el conocimiento de Dios queda completamente fuera de la ciencia, que solo puede ocuparse del conocimiento natural y de la lógica. Tampoco desde el punto de vista lógico puede demostrarse la existencia de Dios, y para sostener esta afirmación Ockham revisa los argumentos de Tomás de Aquino, desvelándolos como inconsistentes o como no definitivos (por ejemplo, con respecto al argumento de la causa primera, Ockham sostiene que no hay modo de determinar de forma puramente racional que no exista una regresión al infinito en la cadena de causas). Todo ello lo lleva a concluir que no es posible una teología como ciencia racional, por lo que fe y razón quedan estrictamente separadas y asignadas, respectivamente, al conocimiento de Dios y al conocimiento natural y lógico.

En los inicios de la Modernidad

La separación planteada por Ockham entre las verdades de fe y la ciencia natural y lógica daría lugar, en el proceso de transición a la Modernidad, a un efecto inesperado. Este periodo se inaugura con la conocida como Revolución científica (1543-1687), pero, antes que eso, con la Reforma protestante (1517) y la Contrarreforma (1545), por lo que el debate fe-razón se producirá en un contexto de disputas ideológicas y políticas que darían lugar, progresivamente, a una concepción de la fe como asunto personal. Paralelamente, el desarrollo de las ciencias naturales daría lugar a la noción de autonomía de la ciencia, con respecto, en primer lugar, a la teología.

En este contexto, tienen lugar dos planteamientos diferentes. Por un lado, algunos pensadores toman la senda de una reformulación de la creencia. Francis Bacon retoma la máxima de Tertuliano, credo quia absurdum, abrazando una concepción irracionalista de la fe según la cual cuanto más misteriosos son los designios divinos, mayor es la fuerza de la fe del creyente que los acepta. Similarmente, Pascal seguiría la vía misticista, para la cual la fe tiene que ver con el sentimiento, distinguiendo entre “verdades de razón” y “verdades del corazón”. Por otro lado, se propondrían desde la ciencia algunos intentos de reconciliación; este es el caso de Leibniz (su Teodicea es una propuesta en esta línea) y de Newton, que compagina sus estudios de filosofía natural con investigaciones esotéricas, considerando que los primeros constituyen también una forma de conocer a Dios (tanto es así que describirá el espacio y el tiempo como sensorium Dei).

Crítica de la fe en la Ilustración y en el siglo XIX

En la Ilustración, el problema fe-razón alcanza un cariz más destacada y explícitamente político. La razón se presenta como un antídoto contra la superstición, considerada un lastre fruto de la costumbre y la tradición que mantiene a la humanidad en un estado de minoría de edad. Así pues la fe, en tanto supersticiosa, será rechazada por los filósofos ilustrados, en favor de una razón que libera la hombre de su ignorancia y que, en algunos casos, se convierte metafóricamente ella misma en una divinidad, dando lugar a la “fe en la razón”.

Esto no supone un rechazo completo de la fe o de la religión. Más bien, dio lugar a que la razón se adentrara en el campo de la teología, dando lugar a la religión o teología natural, que hace de Dios un objeto de conocimiento racional. Comienza a perfilarse una distinción entre el “Dios de la religión” y el “Dios de los filósofos”. Ejemplo de esto es el deísmo, una postura desarrollada por los primeros intérpretes británicos de Locke, a raíz de su libro El cristianismo es razonable, pero que tendría su defensor más destacado en Voltaire. El deísmo propone una fe donde solo tienen cabida los aspectos considerados racionales de la religión, que son fundamentalmente dos: la existencia de Dios, considerada demostrable argumentativamente, y la necesidad de adorarlo, sobre la base de la existencia de una conciencia moral en todas las personas. Por el contrario, rechaza aquellos aspectos que considera irracionales, como la intervención milagrosa de Dios en el mundo y el contenido revelado en general, de modo que el mal en el mundo se considera mera responsabilidad del ser humano.

Este planteamiento no sería aceptado por Hume, quien en su obra póstuma Diálogos sobre la religión natural argumenta que la religión no se basa ni en la razón ni en la moral. Rechaza los argumentos racionales sobre la existencia de Dios, por inconsistentes, y también la fundamentación moral de la religión. Dado que, en última instancia, el origen de la moral son las pasiones humanas, también lo es de la religión, que se origina en el miedo a la muerte y la preocupación por la vida futura, naturales al ser humano. Con todo, no es claro que Hume abrazase el ateísmo, se le ha solido achacar más bien una forma de agnosticismo escéptico. En otros pasajes, ha afirmado que, de todos modos, ningún pueblo racional sería irreligioso.

Distinta es la solución propuesta por Kant, quien compartiría con Hume el rechazo a la fundamentación racional o especulativa de la existencia de Dios. En su Crítica de la razón pura, Dios se presenta como una de las tres “ideas trascendentales de la razón”, es decir, un contenido que la razón intenta conocer pero que, en realidad, no puede, puesto que el límite del conocimiento está impuesto por la experiencia. Así pues, la teología natural queda rechazada. Lo que decisivamente introduce Kant es una justificación moral de Dios, que se convierte en un postulado de la razón práctica. No es que la moral se fundamente en la religión, sino que la religión es la consecuencia de la moral. Los postulados de la razón práctica (la existencia de Dios y la inmortalidad personal del alma) permiten dar sentido a las acciones humanas y sostener la fe en la posibilidad de un bien pleno, donde el bien supremo de la buena voluntad y la felicidad coincidan.

En Jacobi se encontraría una primera reacción a estas versiones del racionalismo ilustrado. En su intercambio epistolar con Mendelssohn al respecto del spinozismo en Lessing durante los años 80 del siglo XVIII, da comienzo la polémica del spinozismo (Spinozismusstreit) o del panteísmo (Pantheismusstreit). Para Jacobi, la razón ilustrada conduce al panteísmo spinozista, que no es sino una forma de ateísmo, y por tanto no puede introducirse en el ámbito de la fe. Por ello, defiende una fe basada en el sentimiento y la voluntad, lo que tendría una gran influencia en pensadores posteriores como Schleiermacher y Kierkegaard.

En cambio, y ya entrado el siglo XIX, Hegel intentará una nueva forma de reconciliación entre fe y razón, donde, en esta ocasión, podríamos decir que se daría la fórmula theologia ancilla philosophiae. El Espíritu, en su proceso de despliegue, se vuelve sobre sí mismo bajo la forma del Espíritu Absoluto, que se conoce a sí mismo en tres modalidades cognoscitivas distintas: la intuición, la representación y el pensamiento conceptual. A la modalidad intuitiva corresponde el arte, a la representativa la religión (con la religión cristiana como expresión más plena) y a la conceptual la filosofía (cuya expresión más plena es la filosofía del idealismo absoluto). La religión y la filosofía, entonces, tienen un mismo objeto –el Espíritu–, y la religión es un estadio necesario de su despliegue, pero queda subordinada a la filosofía, que representa una realización más plena, en tanto la representación incluye todavía contenidos sensibles.

La izquierda hegeliana tomará sus planteamientos y propondrá una inversión materialista de los mismos. Con Feuerbach, el problema fe-razón dejará de ser especulativo y pondrá en el centro la cuestión de la naturaleza humana. Para él, los contenidos religiosos son el efecto de la alienación (término tomado de Hegel y reinterpretado) del hombre, que toma atributos propios (como el pensamiento o la capacidad de crear) y los proyecta y reifica en una entidad externa a él, desposeyéndose a sí mismo de ellos. Similarmente, Marx vería en la religión “el opio del pueblo”, una forma de ideología mistificadora de la estructura material de explotación de los trabajadores, que se interpone en el desarrollo de su conciencia de clase y por tanto de su emancipación. Desde ángulos distintos, Nietzsche y Freud verían en la religión un producto de la necesidad de seguridad o del resentimiento, en un caso, o de la neurosis, en el otro.

Planteamientos contemporáneos

En el siglo XX, el problema fe-razón ha ido perdiendo su fuerza a causa del proceso de secularización de la sociedad. La Iglesia católica se ha ocupado de este tema en encíclicas como la Aeterni Patris (León XIII), en la que se consagró la postura tomista al respecto de las relaciones entre fe y razón, y en la Fides et Ratio (Juan Pablo II), donde se ha destacado la importancia de la razón en la interpretación de la fe. En la sociedad secular, cuando se ha planteado la cuestión, ha sido desde la óptica de una fe que ya no adopta unas pretensiones dogmáticas (y que se presenta incluso como no religiosa) y sobre la base de una razón también consciente de sus límites y abierta a nuevas formas de relación con la fe.

Por ejemplo, Karl Jaspers propone una fe filosófica, consistente en la apertura fundamental de la existencia a la trascendencia de lo incondicionado, ante la imposibilidad de descifrarlo completamente (La fe filosófica ante la revelación, 1948). Ante la imposibilidad de una descripción total de lo real, la filosofía representa el permanente intento por lograrla. Una fe de este tipo no se adscribe a ninguna religión particular ni propone ningún programa o código de conducta. Similarmente, Erich Fromm hablará de la fe como algo que trasciende la religión y que caracteriza la actitud de compromiso del ser humano con respecto a otras personas, unos valores o una causa.

Por otra parte, Wittgenstein, en una reminiscencia kantiana, negará todo poder cognoscitivo a la religión, en tanto sus proposiciones no tienen sentido, es decir, no refieren a hechos y por tanto no son susceptibles de ser verdaderas o falsas. En este sentido, pertenece a lo que denomina “lo místico”, sobre lo que no se puede hablar. Sin embargo, en su último periodo le reconoce un valor emotivo fundamental, en tanto, igual que la ética, se ocupa de las preguntas fundamentales de la existencia humana, acerca de su sentido último.

A finales de siglo tenemos otros ejemplos como el cristianismo no religioso propuesto por Vattimo, para quien la caída de los grandes relatos que caracteriza la posmodernidad abre la vía para un retorno de una religión depurada de sus pretensiones más dogmáticas.

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